Época: Africa
Inicio: Año 1940
Fin: Año 1941

Antecedente:
El espacio vital

(C) Emma Sanchez Montañés



Comentario

Las influencias de Ratzel, Kjellen, Mackinder y, en particular, de Haushofer sobre la política nazi suelen exagerarse, incluso en la actualidad. Pero contribuyeron a crear un caldo de cultivo de otro tipo de argumentos más radicales, que son indisociables de las peculiares concepciones racistas del nacionalsocialismo.
La carrera política de Hitler se inició relativamente tarde, cuando tenía ya casi treinta años, y, en todo caso, después de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Esta experiencia explica que la política exterior constituyera uno de los pilares de su pensamiento, dominado en un principio por la aspiración a modificar los resultados del derrumbamiento de los sueños imperiales.

Este incipiente revisionismo no excluyó nunca, desde sus orígenes, el recurso a la guerra, si bien en el contexto de una política de alianzas dominada por los imperativos de la geografía: alianza con Italia (incluso antes de la llegada de Mussolini al poder) y con Inglaterra contra el enemigo secular en el Oeste: Francia.

Ya en 1922, sin embargo, Hitler pensaba en la posibilidad de triturar la Unión Soviética, con ayuda inglesa, a fin de conseguir territorio que poblar con colonos alemanes. De hecho, en algunas de sus manifestaciones más tempranas aflora ya la idea de que en el Este había abundante espacio que ocupar para obtener la producción agrícola que hacía imperativa la expansión demográfica.

En la prisión de Landsberg empezó a escribir Mein Kampf. En su primer tomo, aparecido en 1925, Hitler dio con la solución: los alemanes tenían el derecho moral de adquirir territorios ajenos gracias a los cuales cabría atender al crecimiento de la población.

Se preconizaba la ocupación territorial frente a otras alternativas de resolver el dilema (control de natalidad, intensificación de la colonización interior, integración en las corrientes comerciales internacionales vía forzamiento de la exportación) y se divisaba en la marcha hacia el Este la continuación de las conquistas de los caballeros teutones de antaño.

En el segundo tomo, aparecido algunos meses más tarde, en 1926, Hitler se pronunció claramente por la absoluta necesidad de eliminar la desproporción entre la población alemana y la superficie territorial que ocupaba, contemplada esta última como fuente de alimentación y como plataforma de potencia militar.

Tal eliminación no estribaba en restaurar las fronteras de 1914, que le parecían ilógicas, sino en conquistar nuevas tierras al Este, donde el gigante soviético estaba condenado al colapso debido a sus disensiones internas. Estas nociones determinaban la naturaleza de la política exterior tal y como la entendía Hitler: la lucha por la conquista del nuevo espacio vital, y no la rectificación de las fronteras políticas, estaba en la base de la acción exterior del Estado. Pero, ¿para qué? No sólo para asegurar el sustento a la población -creciente, según él-, sino, y sobre todo, para garantizar su supervivencia, a expensas de las razas inferiores.

La política exterior de Hitler no puede comprenderse, en efecto, sin esta vinculación esencial. Lo que la lucha de clases era al marxismo, era para el nacionalsocialismo la lucha entre las razas. En un "tour de force" conceptual que miraba al pasado, la biología se convertía en el valor supremo y determinante de los valores fundamentales de la comunidad nacional.

Ya en su primer escrito político, una carta del 16 de septiembre de 1919, Hitler abogaba por la eliminación de los privilegios de que gozaban, según él, los judíos y por la adopción de medidas legales para reducir su influencia. Un crudísimo darwinismo social malamente digerido y la soberbia creencia en la innata superioridad de la raza aria fueron los pilares de la filosofía política, extremadamente burda, de Adolf Hitler.

El que luego fue Führer divisaba en la existencia humana una lucha amarga por la supervivencia. Para él los hombres no se diferenciaban de los animales, en la medida en que su conducta estaba condicionada claramente por dos factores básicos, el hambre y el amor. Para mantenerse a sí mismos, los hombres debían satisfacer el primero, y al atender al segundo contribuían a la perpetuación de la especie.

Sin embargo, como el espacio a disposición del hombre estaba limitado por la geografía y los confines del planeta, la lucha entre las razas era la consecuencia inevitable de la aspiración del ser humano a colmar sus anhelos.

El principal deber de la raza era sobrevivir y propagarse. Esto sólo podía conseguirse gracias a la expansión territorial y a expensas de otros pueblos.

La raza de mejor calidad tenía un derecho sagrado a asegurar su supervivencia, y así la historia se convertía en la suma de los esfuerzos en pos de dicha supervivencia a través de la conquista de nuevo espacio vital. La política era, simplemente, el arte de dirigir tal esfuerzo, y el fin de la política exterior consistía en establecer una relación sana y viable entre la población de una nación y su crecimiento, por un lado, y la cantidad y calidad de suelo de que dispone, por otro.

En su Segundo libro, continuación lógica de Mein Kampf y que no llegó a publicarse (data de 1928), Hitler conjuntó los elementos esenciales de su pensamiento: su misión histórica estribaba en aniquilar a una raza de escaso valor, los judíos, que obstaculizaban la conquista del espacio a las superiores y que carecían de uno propio que proteger o ampliar.

El pueblo judío no puede proceder, por falta de capacidad productiva, a construir un Estado de anclaje territorial. Necesita, como fundamento para existir, del trabajo y de la capacidad creadora de otras naciones. La existencia del judío se convierte, así, en parasitaria dentro de la vida de otros pueblos.

Si el suelo (espacio) constituía la base general de la economía que satisface las necesidades de un pueblo merced a los esfuerzos que éste desarrolla, dado que los judíos no tenían suelo propio, se entendía que vivían a costa del de sus anfitriones y gracias a las energías productivas de estos últimos. Eran parásitos y, en consecuencia, dañinos.

Hitler reconocía el derecho de otros pueblos a buscar su propio espacio vital, siempre y cuando tuvieran un alto valor racial y no se vieran corrompidos por el parasitismo judío. Dichos pueblos eran rivales naturales del alemán, pero éste podía aliarse con ellos si aspiraban a conquistar espacios en los que Alemania no quería penetrar.

Tal era el caso de Italia, con su política expansiva en el Mediterráneo y hacia África; o de Inglaterra, con su proyección ultramarina. Pero el papel histórico de Alemania, del pueblo alemán, era vencer a Francia y luego extenderse en el Este a costa de Rusia, infestada completamente por el judaísmo.